domingo, 16 de enero de 2011

Un año dura un mes

Quien a muchos nos enseñara a imaginar, a soñar y a crecer creando...

María Elena Walsh (1930-2011)




Canción de caminantes

Porque el camino es árido y desalienta,
porque tenemos miedo de andar a tientas,
porque esperando a solas poco se alcanza
valen más dos temores que una esperanza.

Dame la mano
y vamos ya.

Si por delicadeza perdí mi vida
quiero ganar la tuya por decidida.
Porque el silencio es cruel, peligroso el viaje,
yo te doy mi canción, tú me das coraje.

Ánimo nos daremos a cada paso,
ánimo compartiendo la sed y el vaso.
Ánimo que aunque hayamos envejecido
siempre el dolor parece recién nacido.

Porque la vida es poca y la muerte mucha.
Porque no hay guerra pero sigue la lucha.
Siempre nos separaron los que dominan
pero sabemos hoy que eso se termina.

Hasta la próxima siempre...

Winston Smith

domingo, 9 de enero de 2011

Olvidados

Ilusiones, promesas, necesidades, engaños, estafas, delitos…

Sin luz, sin agua, sin posibilidad, sin escape…Sin dignidad, sin salida…

Los últimos días salieron a la luz dos casos tan aterradores como indignantes. Se trata del descubrimiento de dos campos cercanos a San Pedro en los cuales había grupos de trabajadores en estado de esclavitud.

En los campos pertenecientes a importantes empresas, se registró la existencia de niños y adultos traídos desde Santiago del Estero y mantenidos en condiciones completamente indignas para la vida humana. El relato de las mismas genera incredulidad de parte de cualquier lector y, a su vez, la impresión de que se trata de algo que no se corresponde con este momento histórico.

La situación es la siguiente: las empresas en cuestión se dirigían hacia la provincia norteña en busca de mano de obra rural para desflorar maíz (sólo posible manualmente). No es difícil imaginar que lo que les prometían era muy distinto a lo efectivamente les daban. Se los atraía bajo el compromiso de una buena remuneración y condiciones de trabajo y vida adecuadas.

Sin embargo, al llegar se encontraban con muchas horas de trabajo diarias, las cuales eran sub-remuneradas. Como si fuera poco, estaban obligados a adquirir todo lo que deseaban en el lugar, a precios irrisorios, lo cual era descontado de su salario. Y hay más. Vivían hacinados, sin agua, electricidad, baños. No se los dejaba abandonar el lugar, bajo amenaza de un posible castigo a todo el grupo de trabajo. Algunos ni sabían dónde estaban.

Claramente era trabajo esclavo. Pero, ¿era trabajo? Cuando el trabajo es esclavo no es trabajo, sino esclavitud. Sabido es que los trabajadores rurales son, en general y sin que surja de un estudio científico, más precarizados, o al menos, más vulnerables a dicha práctica. Son, también, menos visibles desde la centralidad de Buenos Aires.

Nadie aceptaría este tipo de trabajos, este tipo de explotación con gusto. Eso está claro. Pero cuando se junta la necesidad con la carencia absoluta de educación se complejiza la situación. Por lo tanto, resulta del aprovechamiento de una relación asimétrica en la que prima, de un lado, la vulnerabilidad, el desconocimiento, y del otro, el aprovechamiento y la manipulación de esa condición.

Nuestro Código Civil prevé la posibilidad de que se generen situaciones asimétricas en las que prima, de un lado, la vulnerabilidad y el desconocimiento, y del otro, el aprovechamiento y la manipulación de esa condición. En efecto, el Art. 954 de dicho cuerpo normativo se refiere al "ESTADO DE NECESIDAD", y establece "También podrá demandarse la nulidad o la modificación de los actos jurídicos cuando una de las partes explotando la necesidad, ligereza o inexperiencia de la otra, obtuviera por medio de ellos una ventaja patrimonial evidentemente desproporcionada y sin justificación. Se presume, salvo prueba en contrario, que existe tal explotación en caso de notable desproporción de las prestaciones." Pero la situación que aquí se analiza va mucho más allá. Estos empleadores (si es que así se los puede llamar) se encuentran infringiendo prácticamente toda la legislación laboral de este país e innumerables convenciones internacionales sobre Derechos Humanos.

Juegan con aquellos que necesitan dinero, trabajo y que están acostumbrados a soportar situaciones extremas. Algunos saben que los explotan y otros no, algunos saben cómo defenderse y otros no. El problema son los que no, los que no conocen sus derechos y los que no saben hacerlos respetar. Son personas que se las mantiene en esa condición porque a algunos otros les conviene y saben sacarle provecho.

Somos todos iguales ante la ley, todos tenemos los mismos derechos y la justicia debería alcanzarnos a todos por igual. Pero sabemos que no es así. Lo indignante de la situación es que la razón de ser del trabajo es negada y, aún más, la misma condición humana desaparece.

Manteniendo las opiniones que desde aquí expresamos en anteriores notas, estamos atravesando un tiempo en el que el Estado está recuperando su rol regulador y se está haciendo más presente en la defensa de los más débiles. Sin embargo, en este caso se enfrenta a una situación más compleja, en la cual debe ir en búsqueda de estas personas, debe ser él quien las encuentre y quien las proteja, pues de lo contrario puede que estas nunca acudan a él autónomamente, ya sea por ignorancia, imposibilidad o temor.

Se necesita un Estado activo para que investigue, procese, sancione y fundamentalmente prevenga este tipo de situaciones. La esclavitud ha sido abolida hace siglos. Deben arbitrarse las medidas necesarias para que la libertad no sea una mera abstracción.

Hasta la próxima, siempre…

Winston Smith

domingo, 2 de enero de 2011

2011

Lo que sigue es un fragmento del discurso de José Saramago de aceptación del Premio Nobel de Literatura, en 1998.


Por más que no tenga tanta relación con nuestros habituales temas, sirve como homenaje a un genio de la literatura, y como bienvenida del año.


Espero que lo disfruten tanto como nosotros.


Hasta la próxima, siempre...


Winston Smith



De cómo el personaje fue maestro y el autor su aprendiz

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer.

Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama.

Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.

Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado.

Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera.

Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea.

Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba.

Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?".

Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo.

Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.

Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza".

Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños.

Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No hijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.

Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.